martes, 11 de marzo de 2014

La guardiana

No todos los que escudriñan el desierto logran distinguir el hoyo que conduce a la cascada de la guardiana. La constante oscilación de las dunas, el resol, las zarzas y las culebras distraen, aturden y desorientan a viajeros, penitentes y adoradores de ídolos vivientes. Dentro y fuera: la guardiana, principio y final de la roca y el agua, genital y lubricación de la cueva, origen de la cascada y las venas fluviales de la isla.

El canto de la guardiana es carnada, cebo, señuelo y añagaza, es sonido que huele a entrepierna ligeramente sucia, es arrullo que sabe a deliciosos frutos maduros, a ulteriores tumbas de insectos y gusanos.

La cascada se forma con las imperturbables gotas que nacen de la guardiana, la protectora del agua, la que llora internamente por lo que fue y será, la que arrincona la cobardía, la que petrifica la mentira, la de espalda de roca y ubres de cabra en celo, la que se aparea con animales y hombres a los que agota, vacía y despedaza durante ceremonias que culminan en crujientes abrazos de piernas y garras, en molinos sexuales que transforman la carne de caverna en piedra.

La gruta en la que se origina la cascada, madre de todos nuestros ríos subterráneos, se expande en un ciclo impertérrito e incesante de voracidad, deseo, estremecimiento y memoria: la saliva, el flujo, el sudor y las lágrimas de la guardiana, los estragos del deseo, la roca que aumenta, cubre y preserva el recuerdo más hermoso. Así salva la guardiana, así revive, así mantiene grabado en su durísima piel cada instante de lo que muchos llamarían muerte, quebranto o todo, entiéndase todo como una persona o la humanidad entera.


Implacable en sus transformaciones, la guardiana nunca ha cedido ante la abulia, la desidia o el infortunio, todo lo contrario, sus fluidos -nuestras arterias subterráneas- han fertilizado, o mejor dicho transfigurado, la geografía insular. De hecho, uno de los torrentes más impetuosos lleva aguas que curan, no, que apaciguan a los que no logran nombrar lo más básico, a los que enmudecen de tanto sentir, a los que se queman la piel con gritos que muy pocos llegan a oír.

viernes, 15 de noviembre de 2013

El río innombrable

Muchos lo niegan, algunos lo ocultan, nadie lo nombra.

El río atraviesa toda la isla, sigilosamente, por lo bajo, por lo oscuro, por lo profundo. El río avanza inexorablemente, abriéndose paso bajo tierra, atravesando la piel insular que aja y mordisquea con sus aguas, aguas que discurren famélicas, aguas insaciables que cautivan los cuerpos de los futuros suicidas, de los que intentan recuperar un ideal que ya nunca saldrá del abismo en el que se corrompen los sueños.


También corre -no es un mito- por debajo de una selva de belleza literaria, formando unas cataratas que parecen surgir de la nada (lo más exuberante de la isla acaba violentamente, transformado en un desierto inconmensurable). No es magia ni fantasía, es la voluntad de un río que se apezuña en las entrañas de la tierra, desorientado ante tanta rebeldía, ávido de hallar nuevos escondrijos en los que germinarán sus emisarios todopoderosos, ufano de su nombre: el río de la tristeza.

domingo, 6 de mayo de 2012

El monolito


No sé cómo he llegado hasta aquí. Sé que toda mi vida ha sido una sucesión de ataques coordinados: vientos, lluvias y sol. He observado la Luna noche tras noche, en un pacto de silencio que ni siquiera sé si existe. He pasado siglos enteros cerrando lo que yo llamo “manos”, inmerso en algo que denomino autoritariamente “dolor”, pero que no sabría definir. ¿Las rocas tendremos pánico a reventarnos por dentro y ver que, pese a los años, nada ha cambiado? Además, los bloques, los no volcanes, los que no expulsamos, nos vamos agusanando desde los cimientos, atragantados por una desazón… se me escapan las palabras, sé que “desazón” nada tiene que ver con mis estados, pero ¿cómo explicarle a un humano la soledad de una piedra?

No recuerdo haber pedido nada, pero los aborígenes siempre me han reverenciado, como a aquella roca rojiza situada en el centro de esa isla con la que tanto he soñado. No sé si ella sabe de mi existencia, tampoco sé si hablamos el mismo lenguaje. No recuerdo ni a mis progenitores ni mi infancia ni la primera vez que pronunciaron mi nombre, pero confieso que muchas veces me han dicho que era el símbolo de la resistencia, el cuchillo de piedra que corta el aire, el aislado perpetuo.

Poco puedo decir sobre mi destino, de vez en cuando me visitan seres fabulosos, sutiles y alados que me hablan de tierras verdes y de algo que denominan mar. No puedo imaginármelo, nunca lo he visto, es otro concepto abstracto en mi ya extensa lista, otra de mis fantasías. Si me reclamaran algo concreto, diría que he jugado a sumergirme en mí mismo, a zambullirme en las entrañas de la tierra y a hacer burbujas como esos bichos raros que creo llaman peces. Me pregunto si después de miles y miles de años sucumbiré frente a mis tres enemigos, quizá ni siquiera lo sean, quizá todo haya sido un malentendido, quizá vivan acariciándome y yo sea demasiado arisco, quizá me mate el amor de lo que nunca he entendido.

miércoles, 16 de noviembre de 2011

La hondonada del silencio


Un silencio acariciador, casi táctil.

El mar no ruge, el sol no quema.

La hierba es mullida, comestible, sabrosa.

Las rocas ocultan lo indecible, el pudor de expresarse.

A este paraje sólo se llega después de atravesar un desierto en el que los te amo se convierten en llaga, en brasa, en bolo fecal que obstruye la garganta. El ahogo, la indiferencia y el abandono conforman las fronteras naturales de la hondonada del silencio, una depresión otrora montaña que se fue hundiendo letra por letra, hasta volverse el baluarte de los enamorados que han decidido no ensuciarse con promesas ni halagos, el receptáculo de todas esas palabras que han desarrollado ventosas para adherirse a los dientes.

Aquí, frutos y árboles crecen hacia abajo, escondidos, como esas voces desahuciadas que acabarán pudriéndose, al igual que las raíces y los cuerpos.

Sin embargo, silencio no equivale a muerte, aunque por aquí vaguen los espectros de lo que nunca se ha dicho. De hecho, la hondonada era conocida como la cresta de los fantasmas, explicación mística para los besos, olores, caricias, lamidas y mordiscones mudos que la gente atribuía a fantasmas lascivos que, en realidad, suelen rondar por otros andurriales insulares. Aquí, lo inconfesable, lo impronunciable, el deseo, la ternura, ¿el amor?, brotan de la tierra desesperados –al borde de la asfixia–, aúllan lo callado hacia dentro, explotan en erupciones silenciosas. En síntesis: se niegan a la sepultura final, rechazan su condición de reliquias orales. Ante tanta violencia, ante tanta intangibilidad, ávidos de un cuerpo, de un gesto, de una sonrisa aquiescente, se transforman en manos, en sexos, en lenguas que nos sorprenden desde lo bajo e imploran una reacción; o mutan en viento, en aire de pétalos moribundos, en gritos inaudibles. La ceguera potencia la mudez en este bosque sin árboles, en esta hondonada en la que tropezamos a cada paso con amagos, poemas y catálogos de devociones inefables. Los grandes amores dialogados pertenecen a la literatura, lo supremo no se nombra. Aquí nadie nos toca, nada se oye, pero todo está ahí.

martes, 20 de septiembre de 2011

Muñones



Muchos han asegurado que eran islotes, muchos, los que no pueden callarse, los que nos machacan ruidos incesantes.


Y nosotros… obligados a defender un equilibrio utópico, forzados a aclararlo todo, aunque más no sea por rozar un equilibrio fugaz, por impedir que despedacen impunemente el silencio por el que tanto hemos luchado.

Muñones en una placa de hielo, eso son -por así decirlo-.

De sobra sabemos que las explicaciones no conducen a ningún entendimiento, que a lo sumo embellecen laberintos o agrandan los archivos de una realidad en la que chirriamos, no por voluntad propia sino porque nacimos islas, o al menos así nos catalogaron.

Según uno de los mitos, según uno de los tantos montajes, los muñones (los islotes) son el resultado de un no encajar continuo, de un arduo e intrincado intercambio con el entorno.

Islotes en una banquisa impoluta y sorda.

El principio o el final de algo, según todos esos observadores que siguen sin entender que somos un territorio mutante, que no somos ni esto ni lo otro, pese a tener menos importancia que la defecación de un insecto.

Argumentos no nos faltan: nos hemos destrozado y no una, miles de veces. Y nadie ha visto nada, ni los más perspicaces. Tampoco han captado nuestra obcecación por adaptarnos, ni nuestro despojo ni nuestras mutilaciones. Hemos incurrido en los errores más elementales: hemos querido agradar, hemos ansiado comunicarnos. Hasta nos hemos ofrendado, basta con observar nuestras costas para corroborarlo.

De hecho, varios de nuestros supuestos peñascos son actos de delicadeza petrificados, intenciones fosilizadas, deseos mortificados, energía abortada.

Ahora bien, si se atreven a afirmar que nuestra carne se ha convertido en roca y que nuestras quimeras se han vuelto polvo, ¿qué dirán de esos chorros de sangre bullente que atraviesan nuestros parajes más gélidos?

martes, 28 de junio de 2011

La escalinata

Dicen que sólo quien lo haya perdido todo, puede ver la escalinata.


Ni niños ni enamorados ni perros, sólo los que han atravesado ese umbral invisible que delimita las fronteras de la soledad.


¿De hormigón, de mármol, de cristal negro?


Nadie que haya vislumbrado la escalinata confiesa recordarla.


Lanzarse por la escalinata, según ciertos historiadores insulares, supone un sustituto o una antesala del suicidio. Una reafirmación de la vida, para quienes podrían contar una experiencia que nunca nadie ha compartido.

Sospechamos que surge de improviso, en medio de una ausencia que logra nublarnos a tal punto que ya no distinguimos ninguna mirada, ni siquiera nuestras manos. No sabemos si son dos, cientos o miles los escalones. Si los acontecimientos se entremezclan, o si transcurren en un solo peldaño. Si permanecemos minutos, días, o años. Si subimos, o si bajamos.