martes, 19 de octubre de 2010

La caja

¿De nuevo la caja?
O habré perdido la vista, o habrá vencido la noche.
Espero no haberme arrancado los ojos, espero no haber llegado a esos extremos.
¿Qué habrá ocurrido?
Lo último que recuerdo fue una explosión interna, un hacerme añicos desde arriba, una avalancha irreprimible hacia abajo.
Después, esta sombra.
Intentaré acordarme de algo, guardar un hilo de coherencia, seguir atado a esta oscuridad, no atravesar lo que no se nombra.
Necesito un recuerdo que me permita meterme las manos en la boca y darme vuelta por completo, como un guante de látex, pero al revés.
Ya sé.
¡El tigre del circo!
Después de salir de la caja por primera vez, me topé con un circo.
En vez de quejarse, el tigre elogió los artilugios de su morada. Yo intenté relativizar arguyendo que en la caja no había rejas, sólo un humo espeso que no asfixia, pero que entorpece cada paso. Él me reveló que a través de los barrotes anhelaba a esos niños de cuerpos vehementes y sangre ardiente. El deseo voluptuosamente cárnico de devorar esos brotes de machos -que terminarían transformados en excremento- lo mantenía en forma; el resto -los látigos, las luces, los aplausos- le resultaba anodino. Inmediatamente advertí su erección. Pude imaginarme en su lugar, gozando con el sabor de la pierna que acababa de despedazar mientras una mujer gritaba aferrándose a lo que quedaba de ese hijo que, en el mejor de los casos, se convertiría en un amasijo de muñones. Somos de la misma especie, me dijo antes de lamerse la verga y mordisquearse las patas, yo lo imité con las manos y con algunas embestidas contra la jaula que precipitaron nuestro orgasmo. Acurrucados en la complicidad de un delicioso letargo, seguimos hablando durante horas. Le expliqué que me había autoproclamado isla y le prometí que vendría a rescatarlo para que ya no tuviera que desear desde fuera. Y ahora esto, ¿de nuevo la caja?