miércoles, 16 de noviembre de 2011

La hondonada del silencio


Un silencio acariciador, casi táctil.

El mar no ruge, el sol no quema.

La hierba es mullida, comestible, sabrosa.

Las rocas ocultan lo indecible, el pudor de expresarse.

A este paraje sólo se llega después de atravesar un desierto en el que los te amo se convierten en llaga, en brasa, en bolo fecal que obstruye la garganta. El ahogo, la indiferencia y el abandono conforman las fronteras naturales de la hondonada del silencio, una depresión otrora montaña que se fue hundiendo letra por letra, hasta volverse el baluarte de los enamorados que han decidido no ensuciarse con promesas ni halagos, el receptáculo de todas esas palabras que han desarrollado ventosas para adherirse a los dientes.

Aquí, frutos y árboles crecen hacia abajo, escondidos, como esas voces desahuciadas que acabarán pudriéndose, al igual que las raíces y los cuerpos.

Sin embargo, silencio no equivale a muerte, aunque por aquí vaguen los espectros de lo que nunca se ha dicho. De hecho, la hondonada era conocida como la cresta de los fantasmas, explicación mística para los besos, olores, caricias, lamidas y mordiscones mudos que la gente atribuía a fantasmas lascivos que, en realidad, suelen rondar por otros andurriales insulares. Aquí, lo inconfesable, lo impronunciable, el deseo, la ternura, ¿el amor?, brotan de la tierra desesperados –al borde de la asfixia–, aúllan lo callado hacia dentro, explotan en erupciones silenciosas. En síntesis: se niegan a la sepultura final, rechazan su condición de reliquias orales. Ante tanta violencia, ante tanta intangibilidad, ávidos de un cuerpo, de un gesto, de una sonrisa aquiescente, se transforman en manos, en sexos, en lenguas que nos sorprenden desde lo bajo e imploran una reacción; o mutan en viento, en aire de pétalos moribundos, en gritos inaudibles. La ceguera potencia la mudez en este bosque sin árboles, en esta hondonada en la que tropezamos a cada paso con amagos, poemas y catálogos de devociones inefables. Los grandes amores dialogados pertenecen a la literatura, lo supremo no se nombra. Aquí nadie nos toca, nada se oye, pero todo está ahí.

martes, 20 de septiembre de 2011

Muñones



Muchos han asegurado que eran islotes, muchos, los que no pueden callarse, los que nos machacan ruidos incesantes.


Y nosotros… obligados a defender un equilibrio utópico, forzados a aclararlo todo, aunque más no sea por rozar un equilibrio fugaz, por impedir que despedacen impunemente el silencio por el que tanto hemos luchado.

Muñones en una placa de hielo, eso son -por así decirlo-.

De sobra sabemos que las explicaciones no conducen a ningún entendimiento, que a lo sumo embellecen laberintos o agrandan los archivos de una realidad en la que chirriamos, no por voluntad propia sino porque nacimos islas, o al menos así nos catalogaron.

Según uno de los mitos, según uno de los tantos montajes, los muñones (los islotes) son el resultado de un no encajar continuo, de un arduo e intrincado intercambio con el entorno.

Islotes en una banquisa impoluta y sorda.

El principio o el final de algo, según todos esos observadores que siguen sin entender que somos un territorio mutante, que no somos ni esto ni lo otro, pese a tener menos importancia que la defecación de un insecto.

Argumentos no nos faltan: nos hemos destrozado y no una, miles de veces. Y nadie ha visto nada, ni los más perspicaces. Tampoco han captado nuestra obcecación por adaptarnos, ni nuestro despojo ni nuestras mutilaciones. Hemos incurrido en los errores más elementales: hemos querido agradar, hemos ansiado comunicarnos. Hasta nos hemos ofrendado, basta con observar nuestras costas para corroborarlo.

De hecho, varios de nuestros supuestos peñascos son actos de delicadeza petrificados, intenciones fosilizadas, deseos mortificados, energía abortada.

Ahora bien, si se atreven a afirmar que nuestra carne se ha convertido en roca y que nuestras quimeras se han vuelto polvo, ¿qué dirán de esos chorros de sangre bullente que atraviesan nuestros parajes más gélidos?

martes, 28 de junio de 2011

La escalinata

Dicen que sólo quien lo haya perdido todo, puede ver la escalinata.


Ni niños ni enamorados ni perros, sólo los que han atravesado ese umbral invisible que delimita las fronteras de la soledad.


¿De hormigón, de mármol, de cristal negro?


Nadie que haya vislumbrado la escalinata confiesa recordarla.


Lanzarse por la escalinata, según ciertos historiadores insulares, supone un sustituto o una antesala del suicidio. Una reafirmación de la vida, para quienes podrían contar una experiencia que nunca nadie ha compartido.

Sospechamos que surge de improviso, en medio de una ausencia que logra nublarnos a tal punto que ya no distinguimos ninguna mirada, ni siquiera nuestras manos. No sabemos si son dos, cientos o miles los escalones. Si los acontecimientos se entremezclan, o si transcurren en un solo peldaño. Si permanecemos minutos, días, o años. Si subimos, o si bajamos.

jueves, 17 de febrero de 2011

Isidoro en Playgirl


El playboy argentino posó para Playgirl USA en los 70. Y lo mostró todo!
Imágenes inéditas! Ver para gozar!

martes, 25 de enero de 2011

"...tú que has querido aburrirte a ti mismo
haciendo cosas insignificantes que te has querido relajar
deja de dormir de esforzarte en soñar
y vente con nosotros..."


miércoles, 19 de enero de 2011

La costa de los guanacos

En la costa de los guanacos, hay guanacos.
Los sensatos dirán que son perros; los hiperrealistas, bichos.
¿Sabemos? que no son guanacos, pero así se presentaron y así fueron admitidos. Además, aunque alguna vez hayan sido perros, ya no son carnívoros, se alimentan de frutas y agua marina, o al menos eso nos han dicho.

La costa de los guanacos está bañada o azotada por olas cubiertas de escupidas, según la época del año. Los guanacos más viejos creen que si uno las mira fijamente, aparece el rostro de su procedencia.
Pocos son los guanacos viejos, varías las crías que viven chapoteando en el mar y muchos los guanacos adultos, encargados de una liturgia que en su idioma vernáculo denominan "bienestar insular".
Más de una vez hemos indagado el motivo de la desaparición de aquellos rebaños que vivían despreocupadamente frente al mar. Después de recordarnos que nos habíamos vuelto a equivocar al escoger las palabras (en la dialéctica guanaca, desaparecer y vivir despreocupadamente forman uniones que conducen al Pozo del silencio), nos mostraron unos dientes que bien podrían quebrar huesos y cartílagos. Ante nuestra insistencia por saber si habían comido remolacha o si habían probado sangre, y pese a nuestro tono lindante con lo superficial, sólo obtuvimos sonrisas y varias invitaciones al galope: sabían perfectamente que éramos incapaces de rechazar un retozar de guanaco. Conforme traveseábamos camélidamente, íbamos olvidando la visión de esos dientes ensangrentados, de esos incisivos que imaginábamos destrozando hocicos y orejas puntiagudas. Oímos unos cuantos silbidos y chillidos antes de que se volviera a poner en marcha la cuasirutina guanaca, antes de que los adultos continuaran su metódica búsqueda de escupitajos. Los más viejos nos han confesado que ellos también recogen gritos y gruñidos, que los tragan y se dirigen hacia una zona rocosa y desértica de la isla que los guanacos llaman "el estómago", un estercolero en el que regurgitan todo lo que llevan dentro. Los más pequeños suelen vomitar encarnizadamente y muchos perecen por darlo todo, por no saber guardarse una parte de sí, por no entender que de alguna manera hay que sobrevivir.

Circulan dos versiones, a decir verdad, dos versiones conocemos sobre la actividad de los guanacos insulares. Según la primera, limpian las costas de las agresiones que no hemos digerido, de todo lo que sigue flotando, lo admitamos o no. La segunda pretende que los guanacos se encuentran entre los seres más místicos de la isla y que transportan escupidas y flemas porque están convencidos de que transformarán el desierto en pradera.

lunes, 3 de enero de 2011

Asombro

Nos asombra, aunque seamos sujeto y objeto, que la Isla de los Cuchillos siga existiendo, pese a tantas derivas y a tantas épocas signadas por la negación del cambio, épocas en las que pretendíamos sumergirnos en una nada absoluta, en un vacío sin arrecifes ni despojos.
En estos últimos tiempos de sequía y de nieve o -para ser más precisos- de lluvia y oscuridad, hemos debido negar repetidas veces que ningún predicador del Deber había ingresado -y mucho menos arengado- en estas tierras destinadas a un sosiego que, no obstante, sabemos ilusorio. El ejemplo de hoy confirma que el final insular    -aún sin escribirse- no se limita a ese borroso punto de no retorno en el que nos hemos proyectado tantas veces: dos viajeros llegaron intempestivamente, alternando con su aliento el hastío que había helado nuestros pantanos menores. ¿Terminaremos por aceptar que somos un territorio de aristas, dobleces y espejos, un territorio carente de uniformidad y armonía?
Resumiendo, dos los viajeros, uno blanco y otro negro, ambos excesivos en sus respectivos tonos: hermosos. Educados, clavaron sus ofrendas en el lugar señalado. Respetuosos, siguieron perfectamente el ceremonial de los pezones, cada uno a la usanza de su tierra. Urbanos, devoraron algunos de nuestros manjares más inusuales. Místicos, se arrodillaron y agradecieron en repetidas ocasiones. Carnales, se sumieron en nuestro cráter mayor, incitados por ese tufo que presagia espasmos y temblores exquisitos. Curiosos, recorrieron diversos parajes de la isla antes de caer agotados en una de nuestras zanjas de lodo tibio que, según varias versiones, parecen tener lenguas incansables.