martes, 25 de enero de 2011

"...tú que has querido aburrirte a ti mismo
haciendo cosas insignificantes que te has querido relajar
deja de dormir de esforzarte en soñar
y vente con nosotros..."


miércoles, 19 de enero de 2011

La costa de los guanacos

En la costa de los guanacos, hay guanacos.
Los sensatos dirán que son perros; los hiperrealistas, bichos.
¿Sabemos? que no son guanacos, pero así se presentaron y así fueron admitidos. Además, aunque alguna vez hayan sido perros, ya no son carnívoros, se alimentan de frutas y agua marina, o al menos eso nos han dicho.

La costa de los guanacos está bañada o azotada por olas cubiertas de escupidas, según la época del año. Los guanacos más viejos creen que si uno las mira fijamente, aparece el rostro de su procedencia.
Pocos son los guanacos viejos, varías las crías que viven chapoteando en el mar y muchos los guanacos adultos, encargados de una liturgia que en su idioma vernáculo denominan "bienestar insular".
Más de una vez hemos indagado el motivo de la desaparición de aquellos rebaños que vivían despreocupadamente frente al mar. Después de recordarnos que nos habíamos vuelto a equivocar al escoger las palabras (en la dialéctica guanaca, desaparecer y vivir despreocupadamente forman uniones que conducen al Pozo del silencio), nos mostraron unos dientes que bien podrían quebrar huesos y cartílagos. Ante nuestra insistencia por saber si habían comido remolacha o si habían probado sangre, y pese a nuestro tono lindante con lo superficial, sólo obtuvimos sonrisas y varias invitaciones al galope: sabían perfectamente que éramos incapaces de rechazar un retozar de guanaco. Conforme traveseábamos camélidamente, íbamos olvidando la visión de esos dientes ensangrentados, de esos incisivos que imaginábamos destrozando hocicos y orejas puntiagudas. Oímos unos cuantos silbidos y chillidos antes de que se volviera a poner en marcha la cuasirutina guanaca, antes de que los adultos continuaran su metódica búsqueda de escupitajos. Los más viejos nos han confesado que ellos también recogen gritos y gruñidos, que los tragan y se dirigen hacia una zona rocosa y desértica de la isla que los guanacos llaman "el estómago", un estercolero en el que regurgitan todo lo que llevan dentro. Los más pequeños suelen vomitar encarnizadamente y muchos perecen por darlo todo, por no saber guardarse una parte de sí, por no entender que de alguna manera hay que sobrevivir.

Circulan dos versiones, a decir verdad, dos versiones conocemos sobre la actividad de los guanacos insulares. Según la primera, limpian las costas de las agresiones que no hemos digerido, de todo lo que sigue flotando, lo admitamos o no. La segunda pretende que los guanacos se encuentran entre los seres más místicos de la isla y que transportan escupidas y flemas porque están convencidos de que transformarán el desierto en pradera.

lunes, 3 de enero de 2011

Asombro

Nos asombra, aunque seamos sujeto y objeto, que la Isla de los Cuchillos siga existiendo, pese a tantas derivas y a tantas épocas signadas por la negación del cambio, épocas en las que pretendíamos sumergirnos en una nada absoluta, en un vacío sin arrecifes ni despojos.
En estos últimos tiempos de sequía y de nieve o -para ser más precisos- de lluvia y oscuridad, hemos debido negar repetidas veces que ningún predicador del Deber había ingresado -y mucho menos arengado- en estas tierras destinadas a un sosiego que, no obstante, sabemos ilusorio. El ejemplo de hoy confirma que el final insular    -aún sin escribirse- no se limita a ese borroso punto de no retorno en el que nos hemos proyectado tantas veces: dos viajeros llegaron intempestivamente, alternando con su aliento el hastío que había helado nuestros pantanos menores. ¿Terminaremos por aceptar que somos un territorio de aristas, dobleces y espejos, un territorio carente de uniformidad y armonía?
Resumiendo, dos los viajeros, uno blanco y otro negro, ambos excesivos en sus respectivos tonos: hermosos. Educados, clavaron sus ofrendas en el lugar señalado. Respetuosos, siguieron perfectamente el ceremonial de los pezones, cada uno a la usanza de su tierra. Urbanos, devoraron algunos de nuestros manjares más inusuales. Místicos, se arrodillaron y agradecieron en repetidas ocasiones. Carnales, se sumieron en nuestro cráter mayor, incitados por ese tufo que presagia espasmos y temblores exquisitos. Curiosos, recorrieron diversos parajes de la isla antes de caer agotados en una de nuestras zanjas de lodo tibio que, según varias versiones, parecen tener lenguas incansables.