domingo, 6 de mayo de 2012

El monolito


No sé cómo he llegado hasta aquí. Sé que toda mi vida ha sido una sucesión de ataques coordinados: vientos, lluvias y sol. He observado la Luna noche tras noche, en un pacto de silencio que ni siquiera sé si existe. He pasado siglos enteros cerrando lo que yo llamo “manos”, inmerso en algo que denomino autoritariamente “dolor”, pero que no sabría definir. ¿Las rocas tendremos pánico a reventarnos por dentro y ver que, pese a los años, nada ha cambiado? Además, los bloques, los no volcanes, los que no expulsamos, nos vamos agusanando desde los cimientos, atragantados por una desazón… se me escapan las palabras, sé que “desazón” nada tiene que ver con mis estados, pero ¿cómo explicarle a un humano la soledad de una piedra?

No recuerdo haber pedido nada, pero los aborígenes siempre me han reverenciado, como a aquella roca rojiza situada en el centro de esa isla con la que tanto he soñado. No sé si ella sabe de mi existencia, tampoco sé si hablamos el mismo lenguaje. No recuerdo ni a mis progenitores ni mi infancia ni la primera vez que pronunciaron mi nombre, pero confieso que muchas veces me han dicho que era el símbolo de la resistencia, el cuchillo de piedra que corta el aire, el aislado perpetuo.

Poco puedo decir sobre mi destino, de vez en cuando me visitan seres fabulosos, sutiles y alados que me hablan de tierras verdes y de algo que denominan mar. No puedo imaginármelo, nunca lo he visto, es otro concepto abstracto en mi ya extensa lista, otra de mis fantasías. Si me reclamaran algo concreto, diría que he jugado a sumergirme en mí mismo, a zambullirme en las entrañas de la tierra y a hacer burbujas como esos bichos raros que creo llaman peces. Me pregunto si después de miles y miles de años sucumbiré frente a mis tres enemigos, quizá ni siquiera lo sean, quizá todo haya sido un malentendido, quizá vivan acariciándome y yo sea demasiado arisco, quizá me mate el amor de lo que nunca he entendido.