Muchos lo niegan, algunos lo ocultan, nadie lo nombra.
El río atraviesa toda la isla, sigilosamente, por lo bajo,
por lo oscuro, por lo profundo. El río avanza inexorablemente, abriéndose paso
bajo tierra, atravesando la piel insular que aja y mordisquea con sus aguas, aguas
que discurren famélicas, aguas insaciables que cautivan los cuerpos de los
futuros suicidas, de los que intentan recuperar un ideal que ya nunca saldrá
del abismo en el que se corrompen los sueños.
También corre -no es un mito- por debajo de una selva de
belleza literaria, formando unas cataratas que parecen surgir de la nada (lo
más exuberante de la isla acaba violentamente, transformado en un desierto
inconmensurable). No es magia ni fantasía, es la voluntad de un río que se
apezuña en las entrañas de la tierra, desorientado ante tanta rebeldía, ávido
de hallar nuevos escondrijos en los que germinarán sus emisarios todopoderosos,
ufano de su nombre: el río de la tristeza.