martes, 20 de septiembre de 2011

Muñones



Muchos han asegurado que eran islotes, muchos, los que no pueden callarse, los que nos machacan ruidos incesantes.


Y nosotros… obligados a defender un equilibrio utópico, forzados a aclararlo todo, aunque más no sea por rozar un equilibrio fugaz, por impedir que despedacen impunemente el silencio por el que tanto hemos luchado.

Muñones en una placa de hielo, eso son -por así decirlo-.

De sobra sabemos que las explicaciones no conducen a ningún entendimiento, que a lo sumo embellecen laberintos o agrandan los archivos de una realidad en la que chirriamos, no por voluntad propia sino porque nacimos islas, o al menos así nos catalogaron.

Según uno de los mitos, según uno de los tantos montajes, los muñones (los islotes) son el resultado de un no encajar continuo, de un arduo e intrincado intercambio con el entorno.

Islotes en una banquisa impoluta y sorda.

El principio o el final de algo, según todos esos observadores que siguen sin entender que somos un territorio mutante, que no somos ni esto ni lo otro, pese a tener menos importancia que la defecación de un insecto.

Argumentos no nos faltan: nos hemos destrozado y no una, miles de veces. Y nadie ha visto nada, ni los más perspicaces. Tampoco han captado nuestra obcecación por adaptarnos, ni nuestro despojo ni nuestras mutilaciones. Hemos incurrido en los errores más elementales: hemos querido agradar, hemos ansiado comunicarnos. Hasta nos hemos ofrendado, basta con observar nuestras costas para corroborarlo.

De hecho, varios de nuestros supuestos peñascos son actos de delicadeza petrificados, intenciones fosilizadas, deseos mortificados, energía abortada.

Ahora bien, si se atreven a afirmar que nuestra carne se ha convertido en roca y que nuestras quimeras se han vuelto polvo, ¿qué dirán de esos chorros de sangre bullente que atraviesan nuestros parajes más gélidos?